Y sin embargo me duele
Decirle adiós a la vida,
Esa cosa tan de siempre,
Tan dulce y tan conocida.
Miro en el alba mis manos,
Miro en las manos las venas;
Con extrañeza las miro
Como si fueran ajenas.
Jorge Luis Borges, Milonga de Manuel Flores
Se acercaba el día de muertos y, como cada año, Armando se preparaba a poner el altar en memoria de sus padres. Era una costumbre que había adquirido de ellos al observarlos desde niño recordando a sus seres queridos cada año con esa ofrenda tradicional, tan mexicana. El trajín cotidiano y el exceso de trabajo hacían que dispusiera de poco tiempo para tal menester, así que aprovechó un fin de semana para ir comprando todos los elementos requeridos.
Comenzó con un pequeño petate o mantel blanco para que pudieran descansar durante su regreso a este mundo y donde serían colocados los demás elementos. Paseaba por los pasillos del mercado entre puestos de las más diversas mercancías mientras aspiraba el olor de las guayabas y las mandarinas, caminaba contemplando el colorido de las granadas, los membrillos y los chicozapotes.
Fue reuniendo poco a poco todos los avíos que necesitaba: Agua, que simboliza la pureza y saciaría la sed de los difuntos; la sal que evitaría que su cuerpo se corrompiera durante su visita a este mundo; el copal e incienso para alejar a los malos espíritus; papel picado en señal de luto; un par de calaveritas de azúcar para recordar que del polvo venimos y polvo volveremos a ser; pan de muertos para celebrar el ciclo de la vida; las veladoras que alumbran el camino de las ánimas y nos llenan de fe y esperanza con su retorno; una cama de cempasúchil, pues su olor es indispensable para atraer a los muertos; pequeñas flores como invitación alegre a que se reúnan con sus seres queridos; un arco de flores color carmesí que recuerda la entrada al mundo de los muertos, y la santa cruz, que en México, aun a los más ateos, nos recuerda nuestro origen cristiano.
—¿Conseguiste todo lo que buscabas? —preguntó sus esposa.
—Sí, incluso un perro para el altar.
—¿Un perro?
—Sí, a mi papá siempre le gustó tener un perro en la casa.
—¡Ay, qué bonito! ¿Es un pastor alemán?
—Ajá.
La fotografía de sus padres sería colocada en el centro del altar, junto con algunos objetos personales. Además habría frutas y adornos multicolores, tamales, gorditas, taquitos rojos, mole con arroz, cochinita pibil, dulce de calabaza y tejocote. Su madre tomaría té y su padre disfrutaría el café que tanto le gustaba, acompañado de su inseparable cigarro. Y el perro sin duda sería un buen guía en el Mictlán.
El altar cobró forma poco a poco. No lo terminó en un solo día. Un par de semanas más tarde, el trabajo había finalizado; cada uno de los elemento había sido colocado en su lugar cuidadosamente.
Así llegó la víspera del 2 de noviembre. Armando estaba contento por el resultado. Era un bonito altar de muertos; alegre y colorido, sin duda a sus papás les habría gustado. Por la noche cenó con su esposa y se fue a dormir pensando que su papá y su mamá sin duda los visitarían para disfrutar de la cena que les había preparado. Al día siguiente, tomó una copa de vino para brindar por sus viejos.
Conforme se fue acercando al altar se dio cuenta de que algo había cambiado. La fotografía del altar no era la de sus padres, los objetos personales eran distintos y aun la comida era diferente. Se acercó más para verificar que había pasado y mirar con mayor detalle. En ese momento se percató de que la fotografía sobre las flores de cempasúchil era la suya. Miró sus manos y con sorpresa vio que todo empezó a difuminarse, hasta desaparecer por completo.
Octubre de 2024
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