Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé.
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… Yo no sé.
César Vallejo
Fue después del último whatssap, de chacotear con las amigas lesbianas de la rommie del canario, la discusión eterna sobre Trotsky y Stalin entre catorce caguamas, los destrozos en algún puesto de hamburguesas, e incluso después de la barandilla que me cobijó aquella noche en que perdí la dignidad que tenía guardada en el iPod (“Ay, ay, mi iPod, mi iPod”, aún escucho las teclas).
Jueves de oscuras resacas. Justo en el momento de los reproches de la lady Magenta, me percaté de que mi tiempo había sido masticado. Los heraldos negros en un llanto telefónico: un rington que sigue sonando. Me habían arrancado los besos que ya no me daba quién caía una y otra vez entre las arenas de mi muñeca izquierda. Me quedé completamente helado entre el calor del ayer, y la inercia del “sí pero no”.
Al intentar huir, me di cuenta de que iba en sentido contrario. Que mientras la gran mayoría de las personas caminaba como huyendo de la muerte, yo lo hacía como si ésta estuviera reteniendo mis pasos. Saltándome los rieles por los que mi escape buscaba respuestas, llorando las cenizas de las vías destruidas que nunca salvé. ¿Quién se comió al tiempo? Era mi búsqueda, mi no querer encontrar.
Primero interrogué al Yang. Sus únicas sombras, las de los ojos, me recordaron al mapache que tenía ella en el pecho. Un sweater hipster con fondo rojo y una guarida de dulce y hiel, contrastando con las líneas de la endeble pureza. Le pregunté por sus manos, por mis manecillas, y los diálogos de ambas en la Cineteca Alameda. Le reproché su ñoñería, su timidez, la imposición de su inexperiencia cuando esquivé al corazón entre sus muslos.
Me respondió con un silencio. No un silencio otorgante, sino uno reflexivo. Lo escuché, ventrílocuo hablando al loco, buscando los dientes que perdí entre sueños: no tengo puta idea. Me ordenó irme, me sacó de mis entrañas pero volví a entrar por otro rincón.
Lo vi con otros tiempos. La nitidez era su hogar y la noche nublada su piel, su vestido. A él quise tomarlo por el cuello, gritarle: “¡Por ti fui un patán, maldito infeliz!” A él quise recordarle que olvidé el murmullo de sus gemidos, y que probablemente fuimos el crepitar que extinguió la sonrisa del reloj roto. El Yin me esquivaba. Escuché sus risas burlescas, y su tristeza construyó carreteras inhóspitas en mis mejillas.
No tuve que preguntar nada, lo confesó todo. No tuve que irme, se perdió en una atmosfera desértica. No sé, sólo a los tres, o quizá a otras dicotomías. El tiempo nos fue robado con el último esfuerzo de sus 36 hrs. en terapia intensiva. Ella nos fue arrebatada, y nosotros también partimos, quedándonos en un laberinto ignoto de ayeres sin futuro.
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