viernes, 1 de noviembre de 2013

De la raza de bronce sólo su rostro se volverá blanco - Gabriel Faz

La madre de mi padre me miró el otro día mientras la saludaba. Confundiéndome con él me preguntó si ya me había cansado de usar pantalones de cuero y cinturones brillantes; me miró con sus ojos casi ciegos y me dijo que deseaba vino, que con la muerte borracha todas las luces se apagan. Al ser yo un tonto le creí y me bendijo y, como una confesión callada, me sentí verdaderamente bendito.

Antes de irme fui a despedirme de ella. De nuevo mi rostro era el rostro ajeno: ahora veía en mi mirada la mirada de mi madre, confundida por el cabello que me cubre. Me habló de su esposo, al cual sólo llamó “aquel hombre del que nacieron todos los azules y los verdes”, después besó mi frente y dijo “Gabrielito tiene tus ojos y el cabello de mi hijito, qué pena que no haya venido”. Me bendijo derramando una lagrima y de nuevo me fui.

Me di cuenta que mi padre lloraría por ella sin mostrar flaqueza en sus ojos, cuando su oscura piel se vuelva blanca. A ella que es mi madre, a su esposa que es mi madre, a su hija que es mi madre. Lloraré con él por ellas, para rogar su regreso aun si es en vano, para honrar su partida aun si es eterna.

Porque es verdadera fortuna la de aquellos que pueden perder parte de su alma en el alma ajena, pues habrán dejado algo de si en otros; quienes se van de casa cargando cruces en el pecho, quienes discuten por no desear verse como la gente feliz y bella, quienes le dan el único centavo sobrante de comprar una caja de tabacos, aquellos que se llevan algo y lo dejan todo de vuelta a ella, llorarán sin decir nada cuando pierdan la causa de sus vidas, y al morir, por aquellas nubes de ceniza sobre los cielos, sus hijos darán lagrimas de cobre.

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