Empecé con los vegetales, poniéndolos en agua caliente. La pequeña cocina se fue llenando de calor, vapores y deliciosos aromas hasta invadirla por completo. Saqué del congelador lo que sería el ingrediente principal, la carne, varios cortes seleccionados que le darían un sabor único. Algunas porciones las asé, otros se cocieron, las corté en trozos o las dejé enteras.
Conforme el tiempo pasaba, nuevos olores se agregaban al aire de la cocina. Mi impaciencia por disfrutar de lo que parecía ser un orgasmo culinario, crecía hasta el punto de la locura.
Al fin estaban listos. Los serví poniendo atención en los detalles, no era solamente comida: cada platillo era una verdadera obra de arte y así tenía que verse en el plato. Lo acomodé todo en la mesa siguiendo la misma idea, dividido en dos lugares. Saqué mi mejor botella de vino tinto, la destapé y lo dejé respirar. Probé un poco. Delicioso. Vertí la misma cantidad en dos copas, puse un poco de jazz y me senté a la mesa. Te contemplé y empezamos el festín.
Lástima que no pudieras disfrutar de este manjar. Siempre te me antojaste más cocinada que para hacer el amor.
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