viernes, 1 de noviembre de 2013

La herida - Andrea Solis


Dedicado a Rodrigo Martínez, te prometo sobrevivir a pesar de la herida…

—¿Cómo podría sobrevivir con una herida tan grande?

Fueron las únicas palabras que mi padre expresó al contemplar a su estimada mascota (un pez japonés de color amarillo) muerta, flotando panza arriba en la pecera.

Desde hacía varios días casi toda la familia, con excepción de mi madre, nos habíamos dedicado a darle tratamiento a aquel animalito, el cual, según las palabras del dueño del acuario donde lo había adquirido mi progenitor, “tenía una enfermedad causada por un hongo que, poco a poco, le iría comiendo desde las escamas exteriores hasta los órganos interiores”.

En honor a la verdad debo admitir que el pececito había resistido como los valientes, como "los meros machos”, los días previos a su muerte. Su padecimiento (que en términos médicos hubieran calificado de terminal y crónico) le había ocasionado ya a la pobre criatura una gran herida de alrededor de 1.5 cm, la cual, comparada con el tamaño del animalito, podría describirse con el adjetivo de “aparatosa”. Con franqueza, debo decir que no sé si lo peces sienten dolor, pero cuando menos el tratamiento que debíamos suministrarle era más que obvio le causaba molestia, pues implicaba sacarlo por algunos segundos de su hábitat natural, el agua.

Generalmente, cuando algún otro de los miembros del “acuario casero” de mi padre enfermaba, había ciertos síntomas que nos anticipaban si moriría o no. Primero dejaban de comer. Era triste ver los trozos de alimento flotando en las turbias aguas de la pecera, pues daban la idea de que el animalito rechazaba lo más indispensable y con ello se negaba a la vida misma. Después venía el aislamiento, la criatura se negaba a moverse dentro de su entorno, causa por la cual los otros peces, maliciosos, al verla indefensa, inerte, comenzaban a lastimarla. Resultaba hiriente observar la escena; animales de una misma especie haciendo daño a un semejante, sin demostrarle la menor señal de piedad pero realmente ésta clase de cosas es algo que no se puede juzgar, pues sólo son animales, carecen de “raciocinio” humano. Y al final la muerte llegaba, tal vez como salvadora de la pobre criatura que ya no tendría que soportar maltratos de los demás.

El pez japonés de mi padre, llamado, a manera de mote más que de nombre, “Pollo”, nunca dio el menor síntoma de acercarse al umbral de la muerte. A pesar de su lastimada apariencia, el animalito continuaba comiendo con regularidad, seguía nadando con toda la calma del mundo mientras se dejaba perseguir y perseguía a los otros habitantes de la habitación de cristal. Lo único que delataba que la vida se le iba escapando de a poquito era aquella enorme y profunda herida, misma que dejaba ver una parte de su constitución interior.

Una mañana, sin embargo, así, de la nada, “Pollo” había muerto. Mi papá se acercó a la pecera con la intención de ver en el animalito alguna señal de mejoría; puesto que en días previos su herida había mostrado una ligera marca de cicatrización. Todo era mentira, “Pollo” no presentaba síntoma alguno que indicara tenía la posibilidad de vencer su enfermedad, él estaba destinado a morir... Aquella herida que con tanto esmero intentamos curar finalmente lo había vencido…

“Pollo” abandonó este mundo un día de agosto. Mi padre rescató su cuerpo de los otros peces que comenzaban a lastimarlo y (francamente no sé si con tristeza o no) lo arrojó al excusado.

Al escuchar, desde mi habitación, las últimas palabras que mi padre le dedicó a “Pollo” di rienda suelta a mi llanto… El pez, la criatura que yo había tomado como símbolo de esperanza de que se puede sobrevivir a pesar de una gran herida, había muerto, y su cuerpo, al igual que la luz de mi futuro, terminaría en el peor lugar del mundo, entre el excremento y las moscas…

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