sábado, 30 de octubre de 2010

Día de Muertos - Guillermo Aguirre y Fierro


Era el día de muertos. Tras de la caravana
que rumbo al cementerio suele peregrinar,
marché, con los albores de una fresca mañana
semi envuelta en celajes como espuma de mar.

Llegué —todos los viajes tienen su paradero
como todo problema tiene su solución—
y encontré, como todos, al final del sendero,
las rejas, los cipreses, las tumbas: el panteón.

Cada mortal de aquellos que a mi vera marchaban
llevando entre sus manos una ofrenda floral,
colocaba sus flores en tumbas que se hallaban
del todo protegidas por el sello oficial.

Nadie peregrinaba para buscar la fosa
que el título ostentaba de la "perpetuidad",
de la novia perdida, de la madre o la esposa,
que la ruta emprendieron hacia la eternidad.

Sólo yo, que hace tiempo de memoria sabía
qué pedazo de tierra a mi madre envolvió,
cuando torné a buscarlo donde puse aquél día
todo lo que en mi alma la existencia dejó,
no encontré ni vestigios de la tumba adorada
que a una santa envolviera con su negro capuz.

Donde cayó mi madre ya no pude hallar nada:
ni una losa, ni el signo sagrado de la cruz.

Tal vez la pobre huesa de mi madre estorbaba
a otras mil que buscaban aquella soledad,
porque su losa pobre y humilde, no ostentaba
el rótulo que en muchas dice "perpetuidad".

Ya no sé dónde se hallan tus restos, madre mía,
ni sé dónde mis flores debo de color
cada vez que me lleno de mi melancolía
y quisiera mirarte sentada en un altar.

Yo no pude evitarlo: yo no tuve dinero
para darte el resguardo de la perpetuidad,
tal vez tus restos yacen en un enorme agujero
cubierto por la capa de la anonimidad.

Ya no llevaré flores para adornar tu fosa,
para que no me hiera la amarga decepción.
Cuando quiera enflorarte mi mano temblorosa,
colocará unas flores sobre mi corazón.

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