La senda de Lucina
Parecía una eternidad, pero apenas se cumplían nueve meses desde el fallecimiento de Alonso. A pesar de las constantes advertencias, él se había negado a vender su parcela a un grupo de conocidos talamontes. Eso le costó la vida. Fue una víctima más de la violencia desatada por las bandas delincuenciales que asolaban la región.
Cuando lo mataron, Lucina se sintió profundamente triste y furiosa, pero no podía hacer nada ante la complicidad de los delincuentes con las autoridades locales.
La ausencia de Alonso la dejó tan deprimida que sus hermanas tuvieron que llevarla al rascuache hospital del pueblo cercano, en donde sólo le dieron la atención mínima para que no muriera. Lucina era una mujer corpulenta y sana, lo que le valió para no irse de este mundo en ese momento y lugar.
A pesar de los deseos de ella y su marido de criar una gran familia, sólo tuvieron dos hijos, a quienes mandaron a estudiar a la capital del estado en cuanto pudieron. La cosa empezaba a ponerse fea en ese entonces y no querían que corriesen el riesgo tanto de ser reclutados “voluntariamente a fuerzas” como de encontrarse en medio de un pleito entre bandas rivales.
Llevaban ya tres años fuera de la comunidad, y no habían vuelto hasta el funeral de su padre.
Después del novenario y las misas de difunto, a Lucina se le apersonaron espíritus del pasado que le ayudaron a empezar a sanar. Uno de ellos, su abuela. Ella fue, desde muy joven y hasta su muerte, la curandera de la comunidad. Chamana, según la costumbre zapoteca. Lucina había sido su nieta preferida, además de su ayudante. Le enseñó a curar almas y cuerpos a través del uso de yerbas, piedras, velas y veladoras, polvos y otros menjurjes. Todo acompañado por cánticos y rezos; conocimientos ancestrales que tenían el deber de salvaguardar.
Luego de la muerte de Alonso, cuando luchaba con el insomnio y le parecían muy largas las horas de la noche, no le asustó ni extrañó que su abuela empezara a visitarla. Se sentaba en su cama y la arrullaba con salmos recitados con voz muy bajita. Las dos juntaban sus manos, y entonces Lucina se quedaba dormida.
A veces, su abuela la acompañaba en la cocina mientras limpiaba los frijoles y charlaban junto al fogón, entre el humo de los leños. En ese lugar compartían recetas para preparar infusiones y ungüentos, y recordaban algunos malogros acaecidos durante las “limpias”.
Pero Lucina sabía que su abuela tendría que irse, y antes de que esto sucediera quería su consejo. Así que un día, en cuanto la sintió llegar, preguntó:
—¿Por qué la muerte se llevó a Alonso, un hombre bueno, y no a alguien malo, como Salomón, el borracho que golpea a su mujer? ¿Por qué no se lleva a todos los desgraciados malandros asesinos que pululan por la región? ¿Por qué…?
La abuela se llevó un dedo a la boca indicándole que no siguiera con sus quejas. Amorosamente la cubrió con su rebozo, como hacía cuando era niña, y le murmuró al oído:
—Guenda, Luci, algún día todos llegaremos al Principio. Entre tanto, tu espíritu debe seguir la senda.
A partir de ese momento la invadió una gran paz.
Lucina recordaba claramente esas palabras, porque fueron las últimas que su abuela le reveló.
Ahora, al caminar por el bosque, le parecía que la luz del sol era mucho más brillante que antes, y los sonidos del viento entre las ramas de los árboles le susurraban:
—Guendabiaani, guendabiaani, Luci.
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En lengua zapoteca: Guenda: Fuente, Unidad, Totalidad. Guendabiaanni: sabiduría, conocimiento.


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