«Recé mis oraciones. Apagué la luz: ¿porqué nos habría dejado papá? ¿Volvería a casa con nosotros? Tal vez por habernos abandonado se iría al infierno. Cuando pensaba en eso me entraba una verdadera angustia. Lo que había visto tan sólo unas horas antes me hacía estar seguro de que papá se iría al infierno. No me gustaba pensar en mi propio padre desnudo sufriendo horrores y quemaduras. Los diablos pinchándolo con sus trinches, él muerto de sed, gritando para que mamá, que por supuesto se iría al cielo, le diera un poco de agua. Una gota, no más. Y cuando mamá, compadecida, se la fuera a dar, el propio Dios intervendría: ¡ni una gota! ¡Por algo está en el infierno! Y a pesar de la angustia que sentía no podía dejar de pensar que Dios tendría razón. Que mi padre había abandonado a mi madre por culpa de esa señora con la que lo sorprendí: mucho menos bonita que mamá, gorda, bofa, de piel cetrina y cara horrible. Los dos estaban echados, desnudos sobre la cama, roncando. A verlos me puse a temblar de pies a cabeza. Sentí vergüenza, miedo, coraje. Temí que fueran a despertarse. Salí sin hacer ruido. Vi la bolsa de la señora sobre una silla. La abrí. Saqué una cigarrera dorada y me la metí a la bolsa. Cerré las puertas tras de mí.
Pensar que por ella había yo escuchado llorar a mamá durante tantas y tantas noches y nunca dije nada. Yo era el hombre de la casa. Tenía mis responsabilidades. La cigarrera que me robé de la bolsa de la señora la tiré a la basura. Nunca le pregunté a mamá por qué lloraba. Ya sabía lo que me iba a contestar pues no sabía mentir: por tu papá.
Llegaron las navidades. El día de Reyes. Bajo el árbol hallamos nuestros regalos. No fue mucha mi sorpresa cuando descubrí que uno de mis regalos era un libro: La isla del tesoro. Y mucho menos cuando le quité la envoltura a mi otro regalo y constaté que se trataba de un meccano. A mis hermanas los Santos Reyes les habían traído sus muñecas y jueguitos de té. Sin que yo me diera cuenta mamá me había estado observando. Ella notó que cuando vi el meccano se me salieron las lágrimas.
¿Qué te pasa? ¿No te gustó lo que te trajeron los Reyes?, me preguntó. Sí, claro... ¿Entonces por qué lloras?
Yo no le había hecho ningún comentario sobre mi descubrimiento de los juguetes en el closet del departamento de papá, mucho menos de la visita sorpresa que le hice el día del catecismo.
Mis hermanas jugaban con sus muñecas y sus tacitas. Llamé a mamá aparte.
He dicho que la influencia de la religión y de mi madre me llevaron a escribir. Me dedico a contar mentiras, como las que tú, querido lector, lees ahora. Mi madre me habló, hasta el fin de sus días, con total y absoluta verdad y por eso yo ahora me atrevo a mentirte. Es la única manera que tengo de comunicarme. Escribo como una manera de decir la verdad evadiéndola.
Pues bien, cuando era niño y tenía siete años, cerré la puerta de mi habitación y le pregunté a mamá sin más:
¿Verdad que no existen los Santos Reyes?
Ah, es eso, me dijo despreocupándose. Me miró con ternura, comprensión y acariciándome el cabello me contestó tal y como me esperaba:
No, no existen. . .
Son papá y tú, ¿verdad?
Así es, dijo ella con resignación.
¿Y a dónde van los muertos?, me atreví a preguntar.
No lo sé, pero puedo decirte que a donde quiera que vayan nadie ha vuelto a verlos.
Y el infierno, ¿el infierno existe?
Mamá se me quedó mirando a los ojos un momento y alzando un poco las cejas, como si estuviera reflexionando sobre mi pregunta, me respondio:
—Sí, sí existe.»
Mis hermanas jugaban con sus muñecas y sus tacitas. Llamé a mamá aparte.
He dicho que la influencia de la religión y de mi madre me llevaron a escribir. Me dedico a contar mentiras, como las que tú, querido lector, lees ahora. Mi madre me habló, hasta el fin de sus días, con total y absoluta verdad y por eso yo ahora me atrevo a mentirte. Es la única manera que tengo de comunicarme. Escribo como una manera de decir la verdad evadiéndola.
Pues bien, cuando era niño y tenía siete años, cerré la puerta de mi habitación y le pregunté a mamá sin más:
¿Verdad que no existen los Santos Reyes?
Ah, es eso, me dijo despreocupándose. Me miró con ternura, comprensión y acariciándome el cabello me contestó tal y como me esperaba:
No, no existen. . .
Son papá y tú, ¿verdad?
Así es, dijo ella con resignación.
¿Y a dónde van los muertos?, me atreví a preguntar.
No lo sé, pero puedo decirte que a donde quiera que vayan nadie ha vuelto a verlos.
Y el infierno, ¿el infierno existe?
Mamá se me quedó mirando a los ojos un momento y alzando un poco las cejas, como si estuviera reflexionando sobre mi pregunta, me respondio:
—Sí, sí existe.»
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