martes, 2 de noviembre de 2021

Memento mori - Carolina Toro

La mujer que rezaba junto a mi cama habla con paciencia y familiaridad, explica hechos que yo no recuerdo para aclarar quién ha movido los muebles, por qué todo en la habitación ha cambiado. Me acerca el vaso con agua que traté de alcanzar, espera un sorbo, otro…lo deja en la mesa de noche y retoma las jaculatorias. Ampáranos, gran Señora musita apretando los párpados. Quería decir algo que se me ha ido antes de llegar a los labios. Acerca sus dedos largos a mi mano y dice con notorio fervor Sálvanos, sálvanos. Tiene rasgos finos, igual que los tuyos, el cabello delgado y lacio, atado en la nuca. La reconozco, sé todo acerca de sus veintisiete años. Su compañía reconforta las horas finales de una historia en la que tú y yo, Carlos, hicimos lo que era debido.

La llamo por el nombre que nos gustaba a los dos, no podría ser otro: Penélope, hija. Se acerca. Cuando muera. . . Apenas comienzo a hablar me interrumpe: mamá, no te esfuerces. Es extraño hablarle, pero continúo: cuando muera, hagan una foto de ustedes conmigo. Mueve la cabeza en señal de espanto y negación. Yo apunto un cajón con la mano, dando una instrucción que debiendo ser corta, se prolonga. Ella balbucea una perorata con los ojos cerrados, rosario en mano, santiguándose muchas veces. Mi dedo extendido parece adelantar, tembloroso, las frases que han dilatado tanto. Despierto su compasión: Así será, mamá, dice. La hija que pudimos haber concebido, es parca y obstinada, pero noble, como eras tú. Y muy santurrona, para tu desgracia.

Penélope guarda el rosario y sale envuelta por el silencio de quienes agotaron todo lo que podían decir. Mi respiración se aligera. Siento una agradable pesadez en los párpados. Ella vuelve con una frazada y la pone encima de mí. Se retira en un movimiento rápido, toca mi frente, y va por un espejo, lo acerca. A gritos llama a cuantos hay en casa afanándose en labores que a nadie importan. El cuarto se llena de gente murmurando, una voz dominante dice Avemaría purísima Dios la reciba en su Gloria.

No siento miedo. Espero encontrarte y hablar de lo que está pasando.

El cuarto se vacía otra vez. Nuestra hija me ve tendida y con el dorso de la mano enjuga un llanto sobrio. En un cajón del tocador encuentra la tarjeta de Foto estudio Mendoza. Marca el teléfono para comprobar la vigencia del número. Sí, trabajos post mortem, sí podemos hacerlo, señorita, confirma la voz a través de la bocina. Hasta Morelia, claro. Por el mismo costo, sí. El estudio se localiza a unos treinta minutos de la capital, por la carretera libre. La voz sugiere algunos preparativos y acuerdan horario. Penélope marca otro número. Los timbres dan tiempo a un suspiro largo. En tono muy bajo pronuncia tu segundo nombre, el que nunca usabas: ¿Daniel? Es su hermano, habrían sido mellizos nuestros hijos. Hace rato que mamá… ella libera la funesta noticia. Intercambian palabras de consuelo, pausas de dolor. Cuando recupera el dominio de su voz, explica mi último deseo. A las cuatro vienen a tomar la foto. Deja el teléfono, se sienta junto a mí y vuelve a los rezos, a las invocaciones piadosas que aprendió en la escuela, mientras la temperatura de mi cuerpo cede poco a poco.

Era una exposición transitoria que ocupaba una sala pequeña del Museo Regional. Se leía “Memento Mori” en un bastidor del centro. Permanecí a tu lado viendo infinidad de caras lívidas, hombres en su ataúd, niños con atuendos blancos, cubiertos de azucenas, mujeres con vestido de cuello alto sentadas junto a sus dolientes. Veías a detalle cada pieza, hablabas sobre las costumbres del Valle de Zacapu. Yo sin atender, te miraba. Imaginaba recorrerte sin pudor, anhelaba que fuéramos una tolvanera de besos largos y me abrazaras en el momento pleno. Eras impasible, oscuro, receloso de la gente, del amor y de todo; pero yo conocía tu otra mirada, la que tenías al depositar tus confidencias y al escuchar, inexpresivo, mis quejas del mundo. Esta confianza nos une, decías con frecuencia, levantando un paredón amistoso, casi filial.

Aunque yo había ignorado tu explicación, mis ojos parecían no perder detalle de tus palabras. Recuperé el oído hasta el final del discurso:

—Para muchas personas que ves aquí, esta fue la única foto que les tomaron— dijiste., y al notar la mirada honda que yo te procuraba, sacudiste la charla añadiendo—: En Cuitzeo hay una familia que todavía hace trabajos como estos ¿nos tomamos una?

—Pues muérete —sugerí.

Penélope se hace cargo de todo. Me viste con ropa turquesa, pinta con rubor mi rostro surcado, de una manera y otra acomoda mi cabello. Trata de hacer que ponga mi mejor cara de muerta. Todo está listo, avisa Daniel entrando a la habitación. Se acerca a la cama, pasa un brazo debajo de mi espalda y el otro en las corvas, no logra levantar mi cuerpo. A sugerencia de ella me cargan entre los dos y con movimientos torpes me colocan en la silla de ruedas, la empuja hasta trabarla en el elevador. Daniel tiene tez morena, alto, robusto, ojos grandes y se parece a mí, inclusive en su forma de hablar. Es imperativo y recio, pero no con Penélope. Bajo lentamente, con la atmósfera de vacío, el motor se oye muy fuerte. Él me observa y se tapa la cara con la mano entregándose al llanto. Su hermana, en cambio, permanece seria y compuesta, aunque sus ojos escurren de cuando en cuando.

Los mellizos bajan. Parada en un escalón junto a su hermano, Penélope le acaricia el hombro. Ya están juntos Daniel, no queda más que orar. Él contesta: Yo evoco siempre los días en esta casa, los juegos en el patio, la comida recién hecha, agua de frutas de temporada...  sus palabras vierten recuerdos falsos que se enredan con la tristeza y la duda que siempre tuve atoradas en la garganta y en los ojos. Resurge la pregunta ¿por qué no fue posible?

A petición del fotógrafo, los muchachos avanzan hasta el lugar designado como escenario. De la mano, simbióticos, dos mitades de lo mismo.

Soy un mueble en ademán perpetuo, con mi vestido nuevo y las manos en el regazo, izquierda sobre diestra para lucir mi argolla de matrimonio. Las caras de nuestros hijos domaron el susto, ya no parecen temer a la cámara fotográfica ni a las lámparas que encienden la sala. Penélope y Daniel, siempre del brazo, quedan parados tras de mí. Suenan disparos de flash, el proceso no tarda. La difunta luce bien, los vivos no, pero así es el memento mori, con un rictus de duelo. Pedí la fotografía en blanco y negro.

Acaba la sesión. Daniel se apoya de costado en la pared, cautivado por una figura que se mueve en torno mío, que guarda el equipo en fundas, lo coloca en estuches y asegura el riguroso doblez de los cables con cintas elásticas. El estudio compuesto de improviso, acaba desmantelado con iguales maneras y yo quedo en el lugar que ocupaba la mesa de centro. El fotógrafo, ya sin mirarme; pero con la solemnidad que amerita tener una muerta en la casa, reitera el pésame. Mi hija cubre el pago de sus honorarios y dice que prefiere recibir el trabajo la semana que viene, o después, cuando haya entregas para Morelia, no hay prisa. Tampoco interés, Penélope.

Quedamos solo los tres.

—Hay que avisar a todos que aquí la vamos a velar. No tarda en llegar la funeraria —dice Penélope y se dirige al teléfono con una libreta en la mano.

Daniel, con un llanto liso, monótono, sugiere:

—Vámonos, apenas termine, vámonos —la detiene y añade—, este tiempo ya es nuestro. 

Penélope le da un largo abrazo, aparta el cabello de la cara para darle un beso urgente, acerca su nariz y mejillas a las de él, que la aprieta. Se nos parecen tanto, que nos veo repetidos. A ojos cerrados, dicen te amo con avidez, frente a mi cadáver. Palabras de calor guardado, una fuga de cariño indispensable, una tolvanera de besos largos. No, no son como nosotros. Penélope: ¿qué se siente que tu amor te corresponda?

Tienen la perfección y la belleza que proporciona la fase temprana del amor. Pero en la imagen impresa, semejarán alimañas amorfas sin piel con extremidades largas. Serán el retrato de figuras de cera en plena fusión. La historia contigo a mi lado es una malformación abortada por el tiempo. Despierta, se remueve desde el fondo de lo que soy, una emoción pura que me aguijonea pausadamente: descubro que los odio.

Pero así no fue, Carlos. Por eso no fue.

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