sábado, 2 de noviembre de 2019

El altar más antiguo


Un hueso fue la primera arma. Una quijada a la orilla del camino, el hueso que cubre una lengua inútil.

El verbo matar no existía. Al menos entre humanos. Cuatro, para ser exactos.

Caín vio a su hermano en el piso, ensangrentado. No respiraba, no abría los ojos. Abel, Abel... levántate.

Con el arma Caín abrió un agujero y depositó el cuerpo de Abel. Lo cubrió de tierra. Cerca había un campo de zempasúchil, y con esas flores hizo un arco encima del montículo.

Cuando veía el montículo coronado por flores sonó la voz:

—¿Dónde está tu hermano?

Caín bajó la mirada. La volvió a bajar, como cuando el regalo de Abel le gustó más a Dios.

Como si Dios no supiera que estuvo pensando en Él, en su castigo, todo este tiempo. Se sintió como un ratón siendo empujado por las garras del gato. Quiso gritarle que dónde estaba Dios cuando alzó el arma contra Abel.

Tras ser condenado a vagar y a no morir, Caín empezó un peregrinar por todo el mundo. Donde veía una tumba hacía un arco de flores, y a veces aún se le ve como un anciano plañidero en algunos puebloa.



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