Recuerdo que tiempo atrás leí
el libro de Farabeuf y vino a mi
mente la imagen de un amigo de la secundaria. No sé por qué fui
su amigo, es decir, por qué el me aceptó como tal, pues durante un tiempo lo traté muy mal.
Fui vil con él, y él siempre ponía la otra mejilla. Eso me desesperaba. Quería que se defendiera. Y no lo hacía. Tal vez en aquel tiempo tenía miedo,
o inseguridad. No sé. Pero eso me orilló a conocerlo mejor.
No me acuerdo bien cómo fue el acercamiento con Olav, el punto es que en
determinado momento nos hablamos. Eso fue hasta el tercer grado, ya que antes de eso no
recuerdo, hago memoria y no recuerdo haberme juntado antes.
Y ya en tercero, fue porque a mi me gustaba una vecina de él.
Y ya en tercero, fue porque a mi me gustaba una vecina de él.
Mis demás compañeros le decían La Chongos.
Aún la recuerdo. Me
gustaba mucho. Ella no sé si estaba en la escolta, pero era claro que quería
estar, esto debido a que una vez que teníamos Educación Física
nos quedamos fuera del salón sin hacer nada. El salón estaba en la segunda
planta. Y ella y sus demás compañeras estaban
practicando los pasos de la escolta en los pasillos. Y mis jóvenes, inexpertos
y pubertos amigos, igual que yo, cantaban algo así como un rap a los chongos de
ella. Ya que en aquel entonces estaba de moda el rap, Gangsta´s Paradise de
Coolio y los chongos por un personaje de caricatura llamado Ponki Bruster.
¿Por que recordé a
Olav?... Es simple, él es médico.
Y creo que me acordé más porque él intentó comunicarse
conmigo por medio de cierta red social. Yo no soy bueno para socializar. Pero
Olav me saludaba. Su primer intento fue el veinte de noviembre del dos mil
quince, el segundo mensaje que me envió fue el treinta y uno de diciembre del
dos mil quince, ese día si le respondí y le desee un
feliz año dos mil dieciséis.
Quise preguntarle
por su mamá y su papá, ya que me caían muy bien. Son personas trabajadoras.
Padres que buscan lo mejor para sus hijos.
Pero me daba pena
preguntar.
Y hoy rebusco entre
mis recuerdos y lo veo ahí sentado en el mesabanco, en la fila de en medio
hasta mero enfrente. Siempre le gustó sentarse hasta enfrente, no le gustaba
perderse nada de las clases.
En el recuerdo de
ese día, todos entramos corriendo, ya habíamos hecho de las nuestras y había
comentarios de mis compañeros en voz baja de que venía el Pato en persona a
poner orden.
El Pato era el
director de la secundaria "Julián Martínez Isaís" en
aquel tiempo, mil novecientos noventa y seis.
Cuando llegó ante
el umbral del marco de aquella puerta estaba serio. No se observaba molesto.
Para nada.
Todos estábamos
sentados como angelitos. Como si nadie hubiera hecho nada. En aquel año éramos el grupo de
estudiantes más indisciplinado que había, éramos
el 3E, de eso si me acuerdo.
Ahí estaba Olav
comandando aquella fila. Cinco lugares atrás de él estaba un chico llamado Josué, el cual tenía sus
piececitos colocados en la papelera.
Yo vi como el pato
lo miró, y aquel director no vaciló en la carrera. Le dio tremenda patada a
Josué. Y le dijo:
—Baje las patas de
la papelera, joven.
Josué de
la tremenda patada ya no las tenía en ella. Después
llegaron los prefectos, llamados Maggy y Arturito. El director salió del salón y ellos se quedaron al mando.
Quince días después,
cuando un profesor faltó y la vigilancia de los prefectos disminuyó a cero,
hubo guerra de mochilas.
Era hermoso aquello.
Cómo volaban las mochilas, e iban a dar a la cabeza de algún alumno o compañero
mío, ya que por aquel tiempo había dos bandos y el mío era muy competitivo en
aquellas cuestiones de juegos. Pero no sólo era de juegos sino que académicamente
también.
Recuerdo que la
maestra de biología, a la que apodábamos La Rambo —ese apodo me parece que le
sobrevino debido a que utilizaba una muleta de madera, y tenía el pelo chino,
pienso que los alumnos que estuvieron antes de mi, la bautizaron así— me caía
muy bien. Era buena maestra. Sabia cuándo apretar tuercas y tornillos. Bueno
pues aquella maestra de boquita chiquita y labios delgados, dividió a los
hombres en dos equipos. Uno iba a defender a Lamark y el otro a Darwin.
Ella, cuando dijo
con su sensual voz quiénes serían los integrantes de cada equipo y aclaró, con
su característico modo de picar el orgullo, que nunca había visto ganar a los
que defendían a Darwin, nos incitó a la guerra.
Nuestro equipo se
preparó muy bien. Nosotros éramos los perdedores,
según ella. En aquel debate ganamos. Nunca la había visto sonreír, y aquel día
sonrió. Y nos dijo:
—En la vida, por
los triunfos que consigan nunca se confíen.
Olav en aquel
debate fue importante. Y en aquellos años era gordito.
Casi no jugaba
cuando recién entramos a la secundaria. Me explico:
Todos los días en
la mañana, cuando entrábamos al colegio, jugábamos basquetbol, o futbol. El
deporte que jugaríamos dependía de qué balón
llevara el dueño de los balones.
Recuerdo un día en particular,
donde Olav estaba sentado en una banca. Y me indicó con su manilla regordeta,
que arriba estaba observando La Chongos.
Volteé, y ahí estaba en el barandal, observando.
No supe mientras jugaba si me veía pero le puse todos los kilos aquel día.
En aquel primer
partido, me pasaron una serie de desgracias:
Desgracia número uno:
Mientras jugaba, un
compañero llamado Pedro me pasó el balón de baloncesto. Iba encarrerado
driblando, estaba haciendo una buena jugada. Pero no traía tenis, y en una de
esas resbalé y caí muy feo. Voltee a ver a donde estaba mi inspiración y estaba
observándome. Me quería morir.
Desgracia numero
dos:
En el receso, de
igual manera mi inspiración estaba observando desde las alturas. Hice una buena
jugada y anoté. Regresé rápido a defender. El balón salió de la cancha tras el poste donde está fijado el tablero, observé la
disposición de mis compañeros y miré una
oportunidad de gran ventaja, pero tenía que lanzar el esférico
lejos a mi compañero que ya lo esperaba; eso traté de
hacer, pero no calculé bien y al lanzarlo rebotó en el
tablero, de donde rebotó directo a mi cara, dejándome tirado.
Recuerdo que Olav
se acercó, mientras todos los demás como en el primer incidente se reían. Me
preguntó:
—¿Estas bien?
No le contesté por
vergüenza. Me daba pena. Por fin le pregunté:
—¿Está
viendo para acá?
—Sí.
Me quería morir
otra vez. Comprendí que a ese paso no lograría nada.
Tenía que actuar de
otra manera. Ser más inteligente, cautivador, y con creces, por lo que decidí
escribirle una carta. Sí, una carta, ya que antes no había móviles y correo
electrónico a la mano, como ahora.
Pero jamás se la
entregué.
En aquel año la
maestra Rambo estaba revisando unas libretas, y dijo:
—¿Quién se quiere
ganar un punto extra?
Inmediatamente yo
levanté la mano.
—Lleva estas
libretas al grupo de Segundo D.
Ya las llevaba, iba
emocionado pues me iba a ganar un punto por algo muy fácil, y por fortuna no
recordaba ese día nada de La Chongos.
Llegué y
estaba ella en el escritorio. Dije: aquí les manda la maestra de Biología.
Recuerdo, aunque algo borroso que hubo buena comunicación. Le dejé las
libretas, nos despedimos amistosamente. En ese momento no me sentí para nada
nervioso, sino hasta después, cuando mi
corazón me hacía sentir su alegría.
Tiempo después
ella se enteró que me gustaba y todo se complicó.
Una de mis
compañeras metió la cuchara. Mandó una carta a otra chica diciendo que yo la
mandaba. Fue un desastre. Quise componer aquello, pero no pude.
Como dije, Olav la
tenía de vecina. Y al principio, es cierto, lo visitaba solo para verla a ella.
Para respirar cerca de donde ella lo hacía. Observé quién
era su familia, sus amigos, y a qué se dedicaban.
Después,
no solo iba para ver a La Chongos. Iba para hablar con mi mejor amigo de ese
período.
A veces me acerco a
ese chico de dieciséis años y le doy consejos. Pero aún hace lo que quiere. Me acerco a su oreja
y le digo: "Dile a Olav que lo aprecias". ¿Decirle que se acerque a
La Chongos? Aún hoy no se que decirle, pues soy muy tonto para eso.
Un día este chico de dieciséis años tocó la puerta de la
casa donde vivía La Chongos, preguntó por ella al que parecía ser su hermano, y
después ella salió. Él estaba hecho un
manojo de nervios. Ella le dijo que su papá estaba observando la televisión. Él
sólo dijo bueno, disculpa, nos vemos. Y fue todo.
Él
en aquellos años tenía algo de maldad, la que comúnmente tiene todo chico a esa
edad, pero no aquella que se utiliza para herir a los demás. Olav le dijo que eso
estaba mal, pero al jovencito aquel le valió sorbete, estaba hasta la coronilla
de ser hasta cierto punto bueno, según él.
Trabó amistad con
un chico llamado Pikol, quien le preguntó:
—¿Qué quieres?
—Quiero utilizar a
las chicas como tú lo haces.
—¿Eso? ¿Crees tener
madera? —le preguntó aquel chico. Como si se necesitase tener madera.
—Sí.
—Bueno, vamos a ir
a la secundaria y vas hacer lo que yo haga.
Fuimos a otra
secundaria. No sabía lo que iba hacer. Era la hora de salida de los alumnos de
la tarde. Nos metimos antes de que sonara la chicharra. Y cuando empezó a salir
todo el alumnado, y se hubo formado el cuello de botella, Pikol se introdujo
también entre los alumnos. Yo lo seguí, él
iba manoseando a las chicas, les metía mano por debajo de la falda. Las chicas
no decían nada. Se veían asustadas.
No pude hacerlo.
Cuando salimos, me agarró del cuello de la camisa, y me tiró al piso. Me dio
varias patadas. Y un puñetazo en la cara. Yo sólo recordaba el rostro de las
chicas asustadas. Al ver que no me inmutaba por los golpes que me había dado,
sacó una navaja. Eso si me hizo ponerle atención.
Dijo:
—Si llegas a contar
lo que paso aquí, ya verás.
Años después
él falleció.
El recuerdo de las
chicas asustadas no me lo he podido quitar.
La visión de la navaja, que entra y sale, me llena la memoria.
Al llegar al
hospital, a él le tocaba estar de guardia en urgencias,
hubiera deseado que no estuviera. Pero estaba cuando yo llegué.
Mi amigo intenta
parar la hemorragia. Estoy ya en una camilla en el hospital donde él
trabaja, no sé si sabe quién soy. Quisiera que me recordara en este momento,
para que cuando tenga que firmar la hoja de defunción no sienta que debió haber
hecho más. Cuando me identifiquen seguro sabrá quién soy.
Solo le alcanzo a
decir gracias, gracias, amigo. Es lo que alcanzo a decirle varias veces. Veo su
cara extrañada. Y dice:
—No hable señor.
Pero yo le sigo
diciendo gracias, amigo. Y sin querer se me sale darle la respuesta a una
pregunta que una vez me hizo:
—¡Me gustaba mucho
La Chongos!
Él
se congela por varios segundos, ya en sus ojos parecen volver recuerdos en forma
cristalina. Creo que no sabe qué hacer.
Se reanima su
ímpetu. Yo solo le digo: gracias, amigo.
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