miércoles, 31 de octubre de 2018

El caso de la Muñeca Tenebrosa - Rogelio Lizcano Hernández

O el castigo por incrédulo y por dormirme a medio culto


Siempre me he considerado un escéptico empedernido y suelo esbozar una sonrisa sardónica cuando escucho relatos de fantasmas, aparecidos o almas en pena, pues considero que son cuentos propios de viejas para espantar a los niños malcriados o que no quieren irse a dormir aun cuando sus padres se lo ordenan. Creo que esas leyendas nacen de mentes febriles, sumamente fértiles en imaginación o de personas impresionables o crédulas.

No niego que cuando fui chico, allá por los años cincuenta, y que vivíamos en Tancanhuitz, me encantaba agregarme por las noches a los corrillos alrededor de una fogata mientras nuestra abuela nos narraba cuentos y leyendas de terror. Al tiempo que daba pequeños sorbos a su taza de café, nos platicaba en un tono misterioso acerca de brujas, nahuales y toda suerte de espantajos, hacéndonos temblar de miedo.

Sin embargo, cuando uno deja ese mundo de fantasías, tan propio de la infancia y empieza a crecer para pasar a ser un joven y luego un adulto hecho y derecho, esos miedos y temores tienden a mermar o de plano a desaparecer ante la necia y simplona realidad cotidiana que no deja espacio para este tipo de seres fantásticos y, menos aún, cuando estamos viviendo en un mundo sumamente tecnologizado y crecientemente secular.

Pero precisamente tomando en cuenta mi escéptica postura ante este tipo de relatos tenebrosos, es que cobra mayor relevancia y certidumbre el relato que enseguida les confiaré:

Corrían los últimos años de la década de 1950 y yo era un chico de aproximadamente 7 años de edad, el quinto de siete vástagos. En mi familia éramos cristianos evangélicos y algunas personas de mala entraña, o por lo menos de poca sensibilidad, nos llamaban despectivamente “protestantes”. Desde aquéllos años y aún en la actualidad, el pueblo se caracterizaba por ser sumamente católico y tradicionalista.

A pesar de todo, nuestros padres llevaban una excelente relación con las familias de la localidad e incluso con algunas personas mantenían lazos de compadrazgo por habernos llevado a bautizar a alguno de nosotros o porque ellos les habían acompañado para llevar a la pila bautismal a sus hijos, no obstante que pertenecíamos a doctrinas diferentes.

Cada domingo asistíamos al pequeño templo evangélico de la población, en compañía de dos o tres familias más. Para no desalentarnos ante la exigua concurrencia, recordábamos aquel pasaje bíblico donde Cristo dice: “Donde estén congregados dos o tres personas en mi nombre, ahí estaré en medio de ellas". Esas palabras del Señor caían como un auténtico bálsamo en mi ser ante la hostilidad que algunos mocosos de la escuela a la que asistíamos nos mostraban por ser miembros de otra religión.

Los jueves por la noche, una de mis hermanas y yo acompañábamos a mi abuelita al culto que se ofrecía a Dios. En parte lo hacíamos porque nos gustaba participar del servicio religioso leyendo la Biblia o entonando hermosos himnos cristianos que nos inspiraban mucho, espiritualmente hablando; pero también porque, al concluir el servicio religioso —y esto ya por inclinaciones más mundanas, desde luego—, le pedíamos a nuestra abuelita que nos llevara a comer enchiladas o garnachas en una de las fonditas del pueblo, y el dulce y rico pan de la tienda de abarrotes de don Nacho, que aún a esas horas de la noche tenía abiertas las puertas de su negocio.

En ocasiones, rendidos por todos los juegos y travesuras del día, caíamos desvanecidos en nuestra banca y nos dormíamos a medio culto. Nuestra abuelita se enojaba por esta circunstancia y nos regañaba:

—Pero muchachos irreverentes, miren cómo se han quedado dormidos. ¡Seguramente el diablo les ha puesto la cola sobre sus ojos para que se duerman y no escuchen la Palabra de Dios!

Atemorizado por esas palabras, de inmediato me restregaba los ojos para despabilarme y procuraba recobrar mi postura vertical para continuar escuchando la predicación de nuestro pastor, mientras mi hermana hacía otro tanto.

Recuerdo claramente haber visto en mi mente esa cola roja del diablo posarse en mis ojos, cola que se parecía a la del diablo de la lotería o a la de Flamita, el pequeño demonio amiguito de Gasparín, el Fantasma Amistoso, héroe de una de aquellas historietas que tanto nos deleitaban en nuestra infancia. Era tan real esa cola que veía en mi imaginación que hasta terminaba en forma de lanza. Sí, exactamente como en los cómics.

Al finalizar el culto, nuestra abuelita gustaba de quedarse un rato más, a las puertas del templo, platicando con el pastor y su esposa acerca de los más diversos temas, pero sobre todo de la familia. A veces era tanto el cansancio y el aburrimiento por escuchar esas pláticas de adultos que a nosotros, a mi hermana y a mí, nos daba coraje y hacíamos nuestro berrinche para obligar a nuestra abuelita a cortar el hilo de la conversación e irnos a casa.

La noche en que tuve aquella terrible visión pasó algo semejante, pero con la salvedad de que en esa ocasión no nos acompañó mi hermana y solo asistimos mi abuelita y yo al servicio religioso. Así que, ante la tardanza de mi abuelita por regresarnos a nuestro hogar y acuciado por el tremendo sueño que yo me cargaba, hice el consabido berrinche y, para obligarla a despedirse, me encaminé solo a nuestra casa. Al ver aquello, ella se despidió apresuradamente del pastor y su esposa y emprendió el camino detrás de mí.

Así, y sin querer esperarla por el berrinche que me atosigaba, caminaba apresurado para que no me alcanzara pues no quería hablar con ella.

—¡Hey, muchacho, espérame! ¡No te adelantes que es peligroso! ¡Está muy oscuro!

Sin hacer el mínimo caso, empecé a correr para que ella no me alcanzara. De pronto, detuve bruscamente mi loca carrera pues en el suelo, precisamente bajo la clara luz de una lámpara del alumbrado público, contemplé, con los cabellos y los vellos de mi cuerpo erizados de terror, una grotesca figura: una muñeca sentada sobre el pavimento que agitaba sus bracitos y emitía un chillido espeluznante.

La muñeca tenía un aspecto realmente aterrador pues no tenía sus mejillas sonrosadas o su pelo dócil, bien peinado y bello, como suelen serlo en ese tipo de juguetes, sino que parecía haber sido sacada de un basurero; de esos muñecos que han estado tiempo abandonados y que tienen un aspecto amarillento, sucio y descuidado. En lugar de lucir una bella cabellera, su cabeza estaba llena de esos agujeritos en donde se insertan los pelos artificiales y lo único que tenía eran unos girones de cabellos que la hacían ver terrible.

—¡¡Hiiieee... hiiiieee... hiiiieee!!

Chillaba aquél engendro mientras continuaba con el patético, pausado y rítmico agitar de sus amarillentos y sucios bracitos, como si lo hiciera en cámara lenta.

Ante todo esto que aquí cuento, emprendí una frenética carrera hasta el portón de nuestra casa, que se encontraba a escasos 30 o 40 metros de ese sitio. Casi derribo la puerta —bueno, es un decir, tomando en cuenta mi corta edad—, por los golpes que propinaba a la madera.

Mi madre abrió el portón y, sumamente alarmada, me preguntó:

—¡Qué pasa, qué tienes! ¿Alguien te viene siguiendo? ¿Quién te quiere hacer daño?

Y mientras esto decía, escudriñaba con su mirada la semioscuridad de la calle, buscando a algún posible individuo que me estuviese persiguiendo y amenazando.

Unos instantes después arribó mi abuelita al lugar y, con el mismo tono de extrañeza y alarma me interrogó:

- ¿Qué te pasó? ¿Por qué corriste cuando pasaste bajo el poste de la luz? Parecía que hubieses visto al mismo demonio. Te lo pregunto porque yo te venía viendo a la distancia y no pude ver absolutamente nada ni a nadie que te amenazara.

Una vez que hube descrito lo que vi, mi abuelita sentenció:

—¡Eso te pasa porque vas a dormirte al templo en lugar de escuchar la Palabra de Dios! ¡El diablo te sigue por lo enojado que te has mostrado conmigo esta noche, de eso no tengo duda!

Han pasado más de cinco décadas de este acontecimiento. Durante este largo tiempo he mudado mi manera de pensar y no creo en el cielo ni en el infierno, ni en divinidades ni tampoco en demonios. Pienso que, como dije al principio, se trata de entelequias que el hombre ha forjado ante lo ignoto, ante lo desconocido de la naturaleza y sus fenómenos que tenían nuestros ancestros.

Considero que el temor a la oscuridad, a los duendes, a los fantasmas, son leyendas y consejas populares, creencias que venimos arrastrando en nuestro subconsciente y cuyo origen se pierde en lo nebuloso de los tiempos.

A pesar de ello, sigo interrogándome, devanándome los sesos para entender aquella terrible visión pues nunca, ni antes ni después, volví a ver algo semejante.

En cierta ocasión en que me enfermé siendo un joven estudiante, y atacado por una tremenda fiebre, salí de la casa de asistencia en que vivía aquí en San Luis Potosí, deambulé por algunas calles y tuve la sensación que el Palacio Municipal y la Catedral se doblaban sobre mí, como si fueran de plastilina y en el horizonte veía una espiral en colores blanco y verde. Desde luego que todo eso fue atribuible a la fiebre que me abrasaba.

Años más tarde tuve algunas visiones en un estado semiconsciente. Un estado en el que las personas podemos encontrarnos a medio camino entre la vigilia y el sueño y creemos ver cosas inexistentes, pero que los psicólogos atribuyen a períodos de dificultades o situaciones estresantes muy agudas. A ese padecimiento se le conoce como Parálisis del Sueño y se caracteriza porque, mientras nuestro cerebro ha despertado luego de estar dormidos, nuestro cuerpo aún no despierta y no obedece las órdenes del cerebro. Durante este breve tiempo, el cual no dura más de 5 o 6 minutos, el paciente cree ver cosas inexistentes, le parece escuchar voces, siente la presencia de una amenaza y otras cosas angustiantes.

Salvo estas otras dos situaciones experimentadas en mi vida, las cuales tienen una clara explicación médica o científica, jamás he visto cosas inexistentes, razón por la cual me inquieta no encontrar una explicación congruente a esa mi terrible visión de la muñeca tenebrosa. Tratando de encontrar una respuesta lógica, realista, pienso que probablemente un bromista puso a propósito ese monigote en medio de la calle para asustar al primer incauto que pasara por ella; pero luego descarto esta idea porque mi abuelita me seguía con su vista a escasos metros y ni vio a la muñeca, ni tampoco a alguien que la recogiera del camino, entonces, ¿Qué ocurrió realmente?

Últimamente las películas de horror hollywoodenses han tenido como tema muñecas o muñecos diabólicos. ¿Por qué es esto así? ¿Existe algo en nuestra mente que nos induzca a atribuir poderes malignos a estos espantajos?

Mi mente materialista se niega a creer en supercherías, pero al mismo tiempo considero que un librepensador, como me precio de serlo, debe mantener una postura abierta a todo tipo de ideas y no rechazarlas en automático. Seguramente exhalaré mi último suspiro y esa incógnita jamás podré despejarla.

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