miércoles, 2 de noviembre de 2016

Sonetos de Quevedo

Amor constante más allá de la muerte

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra, que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora, a su afán ansioso linsojera;

mas no de esotra parte en la ribera
dejará la memoria en donde ardía;
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa;

Alma a quien todo un Dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejarán, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrán sentido.
Polvo serán, mas polvo enamorado.

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Enseña cómo todas las cosas avisan de la muerte

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.

Salíme al campo, vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados;
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó la luz al día.

Entré en mi casa: vi que amancillada
de anciana habitación era despojos;
mi báculo más corvo, y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en qué poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.


CONOCE LAS FUERZAS DEL TIEMPO,
Y EL SER EJECUTIVO COBRADOR DE LA MUERTE

¡Cómo de entre mis manos te resbalas!
¡Oh, cómo te deslizas, edad mía!
¡Qué mudos pasos traes, oh muerte fría,
pues con callado pie todo lo igualas!

Feroz de tierra el débil muro escalas,
en quien lozana juventud se fía;
mas ya mi corazón del postrer día
atiende el vuelo, sin mirar las alas.

¡Oh condición mortal! ¡Oh dura suerte!
¡Que no puedo querer vivir mañana,
sin la pensión de procurar mi muerte!

Cualquier instante de la vida humana
es nueva ejecución, con que me advierte
cuán frágil es, cuán mísera, cuán vana.

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