viernes, 1 de noviembre de 2013

Lo que debe aullar un hombre antes de lanzarse al vacío - Luis Alberto Arellano

Mayakovsky recuerda la infancia:

camina por el bosque;

su padre, el guardabosque, lo guía.

Niebla. Los límites, confusos,

Vladimiro tropieza.

El rocío, su padre y la bruma lo mismo,

lo sujetan de la mano; avanzan.

El brazo de su padre tropieza con una rama.

Escaramujo.

Ésta al rostro de Vlady,

puntas encajan en su mejilla rosada.

Todos los rusos en la niebla,

la edad,

tienen mejillas rosadas.

Sin decir nada, saca las púas de madera. Sangra.

Vladimiro nació en Georgia,

vivió en Bagdati.

Un edificio de dos pisos durante su primera infancia.

Piso inferior hacían vino.

Llegaban los mujiks,

así llamaban los rusos a la niebla (sangrante la mejilla rosada),

también a los campesinos,

en oposición al proletariado al que llamaban “Tovarich”,

llegaban mujiks jalando carretas llenas de uvas.

Pisaban las uvas.

Vladimiro comía, estrujadas.

Las bebía.

Vladimiro recuerda, la niebla,

olor del mosto fermentando a sus anchas

las vasijas de vidrio cubiertas por paja.

Vladimiro estudió primeras letras con su madre.

Madre enseñaba lo que debía saber un ruso.

Mejillas sangrantes por mundo que lo rodeaba.

Vladimiro aprendió sin emoción.

Mayakovsky odiaba la aritmética.

Para qué sumar si lo que sumaba eran peras, manzanas.

Las peras y manzanas eran grandes y olorosas.

Se daban y se pedían sin trámite.

Crecían en árboles del patio.

Suma y resta pérdidas de tiempo.

Vladimiro memorizaba poemas de bosques, fauna silvestre: alma rusa.

Su padre pedía, antes de morir, que dijera poemas en festividades.

Padre, el mujik, orgulloso de niño/loro.

Lágrimas.

Vladimiro no.

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