Mi ilusión nocturna era, en tales ocasiones, poder escapar de aquel bodegón donde se nos encerraba. [...] Bajo otro cobertizo de paja, sin paredes, entre montones del bagazo seco de las cañas de azucar, dormía un medio centenar de hombres que mal cubrían sus cuerpos con sus cobijas y sus rostros con sus sombreros de petate.
Las travesuras entre ellos eran burdas; las palabras rasposas; los cuentos inverosímiles. Por algún tiempo hiciéronme creer en el diablo, señor que tenía poder suficiente para transformar a viejas astrosas, piojentas y narigudas, en concubinas de la más capitosa doncellez.
Muchas veces, cuando mi padre enviábame al pueblo y tenía que regresar ya noche sobre un grande y pacienzudo caballo, sufrí el terror de los paisajes poblados de aparecidos. Sobre aquel caballote trotón, en noches de esas en que la oscuridad es tanta que se la siente pegajosa, yo, tiritando de miedo y de frío, envuelto en un capote (que mi madre me confeccionó recortando uno viejo de mi padre, y que me dejaba descubiertos sobre mi montura los calcañares) apretaba los ojos al pasar por los sitios más imponentes, resignado a que alguna bruja espantase de improviso al caballo, o me arañase una pierna. A veces, cuando disponía de un buen varejón para dar garrotazos al animal, lo hacía que galopara al pasar un enorme puente de piedra, a los lados del cual había unas paredes derruídas y unos gigantescos ahuehuetes que apaban el cielo. Los dos gigantes parecían divertirse entre la sombra asustando a los caminantes, simulándoles voces con sus ramas.
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