Los fantasmas no existen: tan sólo son amagos
de quienes nunca fuimos
ni seremos.
Francisco José Cruz.
Francisco José Cruz.
Hay signos que surgen al toque de queda:
curvas, tatuajes vivos
en los trigales que son como la piel del mundo,
ventiladores de pedestal que pronuncian
un discurso parecido al mar, lámparas insomnes
que parpadean en la sombra mientras una voz
lanza un quién vive a la galaxia vacía.
Surge entonces el pensamiento
y el hombre toma su mano
y lo conduce hacia la luz
de una página en blanco;
así brota el manantial del ser,
la herida infecta que nos mana
y escancia con cicuta la copa del filósofo.
Todo descubrimiento es un relámpago
que nos regala inmerecidamente la ceguera,
un deseo insano de penetrar con los deseos
y con la punta de la lengua
la dura carne de la piedra
para insertarla a cuchillo
entre los huesos de la voz.
Ese lenguaje dentado que alimentamos
con trozos de jugoso llanto,
ese nombre común al que todos respondemos
y que pone trampas al oído
para levantar con púas su cosecha de odios,
es el secreto que convierte el oro en plomo
y la inocencia virginal en carne corrompida.
Aullido de clavos encendidos
que llueve sobre los tejados grises
y hace temblar el corazón de los árboles:
hay signos, hay manchas de cianosis cuyas garras
ascienden por la garganta del ahorcado,
trepan la cuerda suicida
y observan sordamente los destellos
de una lámpara que estalla.
El filo del fuego traza en la penumbra
un rostro que sonríe y apaga,
con la punta de la lengua,
el ardor de la palabra;
y surge apenas, apenas lo percibo:
el resplandor de la luna
me ha regalado esta certeza:
con la lluvia de ayer
que se evapora hoy,
comienza mi propia
impostergable desaparición.
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