sábado, 2 de noviembre de 2013

San Luis Páramo


Vine al Saucito porque me dijeron que aquí vive mi padre, un tal Juan del Jarro. Después de comerme unas gordas y tomarme un vaso de pulque bien espeso en el que debería ser el octavo barrio de la ciudad, llegué al panteón a las seis de la tarde y el guardia ya no quería dejarme entrar. ¿Seguro que es aquí, no estará en un cuadruplex de Valle de los Cedros? Ya no hay cupo, joven, me dijo. Debería irse a la plaza de armas. Todos los muertos están por allá. ¿Pero y Juan?, pregunté y entré de un empujón. Huyó, creo, dijo el guardia, cuando todo mundo empezó a decirse gurú, cuando taparon los túneles por donde él andaba de un lado para otro de la ciudad sin preocupaciones. Mientras decidía si dejarme llevar por la desidia o caminar de regreso por las Vías, me topé con el espíritu de Othón, que se emborrachaba en el pasillo central. Inmensidad arriba, inmensidad, inmensidad abajo, dijo entre eructos. Sí, ya no hay cupo, pero hay un panteón muy bonito a unas cuadras, donde estaba la plaza de armas. ¿Dónde estaba la plaza de armas? ¡Pero la acabo de ver…! No, no era la plaza de armas. Después de una lluvia torrencial, hace ya tiempo, los ríos Españita y Santiago se desbordaron, La Corriente volvió a ser lo que era y los charcos de Santa Ana cubrieron la mitad de la ciudad. El gobernador de ese tiempo, un pelele, ordenó construir un panteón en cada barrio, para que descansaran los ahogados. ¿No recuerdas algunas lágrimas, paletadas de tierra, olor a zempasúchil? No era un sueño. No sé si para bien o para mal, nadie se ha dado cuenta. ¿Quieres un traguito?

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